| ingrassia/colovini on 19 Nov 2000 22:21:56 -0000 | 
[Date Prev] [Date Next] [Thread Prev] [Thread Next] [Date Index] [Thread Index]
| [nettime-lat] economía política | 
Por 
Slavoj Zizek
 En The 
ticklish subject (Londres, Verso, 1999), uno de sus aportes más recientes a la 
resurrección del pensamiento de izquierda, el esloveno Slavoj Zizek recurre a su 
proverbial arsenal de heterodoxias (Marx y las ficciones del cine industrial, 
Hegel, Lacan y la cultura popular) para radiografiar la miseria del mundo y la 
indigencia que impera en la imaginación radical. ¿Cómo salir de punto muerto? La consigna, para Zizek, es politizarlo todo. 
Empezando por el dinero.
I
Dos 
películas inglesas recientes –dos relatos sobre la traumática desintegración de 
la identidad masculina de la vieja clase obrera- expresan dos versiones opuestas 
del punto muerto de despolitización en el que 
estamos.
Tocando al viento (Brassed 
off) se centra en la 
relación entre la lucha política “real” (la lucha de los mineros contra las 
amenazas de cierre de minas, legitimadas por el progreso tecnológico) y la 
expresión simbólica idealizada de la comunidad de los mineros: su banda de 
música. Al principio, los dos aspectos parecen oponerse: para los mineros, 
presos en la lucha por la supervivencia económica, la actitud de “¡La música es 
lo único que me importa!” del viejo director de la banda, que está muriéndose de 
un cáncer de pulmón equivale a una insistencia vana y fetichizada en la forma 
simbólica vacía, des provista de sustancia social. Sin embargo, cuando los 
mineros pierden la batalla política, la actitud de “La música importa”, su 
insistencia en tocar y participar de un concurso nacional, se convierte en 
un  gesto simbólico de desafío, un 
verdadero acto de afirmación de fidelidad a la lucha política. Como dice uno de 
los personajes: cuando ya no hay esperanza, lo único que queda es ser fiel a los 
principios... En suma. El acto se produce cuando llegamos a esa encrucijada –o 
más bien a ese cortocircuito- de niveles, de modo que la insistencia en la forma 
vacía (no importa lo que pase, seguiremos tocando en nuestra banda...) se 
convierte en una señal de fidelidad al contenido (a la lucha contra el cierre y 
por la conservación del estilo de vida de los mineros.)La comunidad minera 
pertenece a una tradición condenada a desaparecer. Y es precisamente aquí donde 
hay que evitar la trampa de acusar a los mineros de defender el viejo estilo de 
vida reaccionario, machista, y chauvinista de la clase obrera: el principio de 
ujna comunidad reconocible es una razón por la que vale la pena luchar, y bajo 
ningún punto de vista hay que dejarla en manos del 
enemigo.
Todo o nada (The Full 
Monthy), nuestro segundo 
ejemplo, es –como La sociedad de los poetas muertos o Luces de la 
ciudad- una de esas películas en las que la línea narrativa se mueve en 
dirección a su clímax final; en este caso, el desnudo total que los cinco 
desocupados hacen en el local de striptease.
Ese 
gesto final –ir “hasta el fondo”, mostrar sus sexos ante una platea abarrotada- 
implica un acto que, aunque opuesto, en un sentido, al de Tocando al viento, en 
última instancia equivale a lo mismo: la aceptación de la 
pérdida.
Lo 
heroico del gesto final de Todo o nada no está en persistir en la forma 
simbólica (tocar en la banda) cuando su sustancia social se desintegra sino, por 
el contrario, en aceptar lo que, desde la perspectiva de la ética de la clase 
obrera masculina, no puede sino aparecer como la última humillación: renunciar a 
la falsa dignidad masculina (recuerden el famoso rozo de diálogo cerca del 
principio, cuando uno de los héroes, después de ver a unas mujeres orinando de 
pie, dice que están acabados, que ellos –los hombres- han perdido el tren. La 
dimensión tragicómica de la situación reside en el hecho de que el carnavalesco 
espectáculo (de desnudarse) no está protagonizado por los stripers 
habituales, bien dotados, sino por hombres comunes, decentes, tímidos, 
relativamente maduros, que decididamente no son apuestos. Su heroísmo consiste 
en que deciden llevar a cabo el show aún siendo conscientes de que no tienen es 
aspecto físico apropiado. Ese desajuste entre el acto y la inconveniencia obvia 
de los actores le confiere al acto su verdadera dimensión sublime: el 
divertimento vulgar del desnudo, el acto se convierte en una especie de 
ejercicio espiritual: se trata de renunciar al falso orgullo. (El mayor de los 
hombres, ex capataz del resto, se enteran poco antes del show, de que ha 
conseguido un trabajo, pero aun así decide unirse a sus compañeros en el acto de 
fidelidad: la clave del show no es simplemente ganar el dinero que tanto 
necesitan: es una cuestión de principios.)
Lo 
que hay que tener presente, sin embargo, es que ambos actos, el de Tocando el 
viento y el de Todo o nada, son actos de perdedores. Esto es, 
dos modos de enfrentarse con la pérdida catastrófica: insistiendo, en un caso, 
en la forma vacía como fidelidad al contenido perdido; en el otro, renunciando 
heroicamente a los últimos vestigios de falsa dignidad narcisística y consumando 
un acto para el cual son grotescamente inapropiados. Y lo triste es que en 
algún sentido ésa es nuestra situación hoy. Hoy, después del desmoronamiento 
de la idea marxista de que es el capitalismo mismo el que, bajo el disfraz del 
proletariado, genera la fuerza que lo destruirá, ningún crítico del capitalismo, 
ninguno de los que tan convincentemente describen el vórtice mortal al que está 
arrastrándose el así llamado proceso de globalización, tiene alguna idea clara 
de cómo podemos librarnos del capitalismo. En suma, no estoy pregonando un 
simple retorno a las viejas nociones de lucha de clases y revolución socialista. 
La pregunta de cómo es posible socavar realmente el sistema capitalista global 
no es una pregunta retórica. Tal vez no sea realmente posible, al menos no en un 
futuro inmediato.
Hay 
pues, dos actitudes: o la izquierda se enrola hoy nostálgicamente en el 
encantamiento ritual de las viejas fórmulas, ya sean las del comunismo 
revolucionario o las del Estado de Bienestar del reformismo socialdemócrata, 
desdeñando la nueva sociedad posmoderna como una cháchara vacía y a la moda que 
vela la dura realidad del capitalismo actual; o acepta el capitalismo global 
como el “único juego que hay en la plaza” y sigue la doble táctica de prometer a 
los empleados el mantenimiento de un máximo posible de Estado de Bienestar, y a 
los empleadores el pleno respeto de las reglas del juego (del capitalismo 
global) y las firmes censuras de las demandas “irracionales” de los empleados. 
Así, en las políticas de izquierda actuales, nos vemos limitados, en efecto, a 
elegir entre la actitud ortodoxa de tararear las viejas canciones comunistas o 
socialdemócratas (aunque sabemos que ya se les pasó el cuarto de hora) y la 
actitud centro-radical del neolaborismo, que consiste en hacer un desnudo total, 
en librarnos de los últimos vestigios del discurso 
izquierdista...
 
II
 
La gran novedad de 
la era pospolítica actual —la era del “fin de las ideologías”— es la 
despolitizacion radical de la esfera de la economía: el modo en que la economía 
funciona (la necesidad de recortar el gasto social, etc.) es aceptado como un 
simple dato del estado de cosas objetivo. Sin embargo, en la medida en que esta 
despolitización fundamental de la esfera económica sea aceptada, todas las 
discusiones sobre la ciudadanía activa y sobre los debates públicos de donde 
deberían surgir las decisiones colectivas seguirán limitadas a cuestiones 
“culturales” de diferencias religiosas, sexuales o étnicas —es decir, 
diferencias de estilos de vida— y no tendrán incidencia real en el nivel donde 
se toman las decisiones de largo plazo que nos afectan a todos. En suma, la 
única manera de crear una sociedad donde las decisiones críticas de largo plazo 
surjan de debates públicos que involucren a todos los interesados es poner algún 
tipo de límite radical a la libertad del Capital, subordinar el proceso de 
producción al control social. La repolitización radical de la economía. Esto es: 
si el problema con la pospolítica actual (la “administración de los asuntos 
sociales”) es que cada vez socava más la posibilidad de una acción política 
verdadera, ese socavamiento responde directamente a la despolitización de la 
economía, a la aceptación común del Capital y de los mecanismos del mercado como 
herramientas/procedimientos neutros que deben ser explotados.
Ahora podemos 
comprender por qué la pospolítica actual no puede acceder a la dimensión 
verdaderamente política de la universalidad: porque impide que silenciosamente 
la esfera de la economía se politice. El terreno de las relaciones del mercado 
capitalista global es la Otra Escena de la así llamada repolitización de la 
sociedad civil pregonada por los partidarios de las “políticas de identidad” y 
otras formas posmodernas de politización: en la discusión sobre las nuevas 
formas de política que brotan en todas partes, centradas en cuestiones 
particulares (derechos gays, ecología, minorías étnicas...), en toda esa 
actividad incesante de identidades cambiantes y fluidas, en toda esa 
construcción múltiple de coaliciones ad hoc, hay algo inauténtico, algo que, en 
última instancia, se parece demasiado a la actitud del neurótico obsesivo, que 
habla todo el tiempo y despliega una actividad frenética precisamente para 
garantizar que algo —lo que realmente importa— no sufra perturbación alguna y 
permanezca inmovilizado. Así, en vez de celebrar las nuevas libertades y 
responsabilidades proporcionadas por la “segunda modernidad”, es mucho más 
importante centrarse en aquello que permanece idéntico en medio de esa fluidez y 
esta reflexividad globales, en lo que funciona como el verdadero motor de esa 
fluidez: la lógica inexorable del Capital. La presencia espectral del Capital es 
la figura del Otro que no sólo sigue siendo operativo cuando se desintegran 
todas las encarnaciones tradicionales del Otro simbólico, sino que directamente 
provoca esa desintegración: lejos de enfrentarse con el abismo de la libertad 
—cargado como está con el peso de una responsabilidad que no se alivia 
recurriendo a la mano auxiliadora de la Tradición o la Naturaleza—, el sujeto 
actual está preso, ahora quizá más que nunca, en una compulsión inexorable que 
gobierna efectivamente su vida.
III
La ironía de la 
historia es que, en los países ex comunistas de Europa del Este, los comunistas 
“reformados” fueron los primeros que aprendieron la lección. ¿Por qué muchos de 
ellos volvieron al poder por la vía de elecciones libres a mediados de los años 
’90? Ese retorno prueba de manera definitiva que, en efecto, esos estados han 
entrado en el capitalismo. Lo que equivale a preguntarse: ¿qué es lo que 
defienden hoy los ex comunistas? Dada su relación privilegiada con los nuevos 
capitalistas emergentes (la mayoría miembros de la vieja nomenklatura que 
privatizó las compañías que alguna vez dirigieron), ellos forman, ante todo, el 
partido del gran Capital; más aún, para borrar los rastros de su breve pero aun 
así traumática experiencia con una sociedad civil políticamente activa, se 
fijaron la regla de abogar por una rápida desideologización, se retiraron del 
compromiso con la sociedad civil activa para refugiarse en el consumismo pasivo 
y apolítico, las dos rasgos verdaderos que caracterizan al capitalismo 
contemporáneo. Así, los disidentes se quedan azorados cuando descubren el papel 
de “mediadores evanescentes” que jugaron en el pasaje del socialismo al 
capitalismo, y que la clase que gobierna ahora es la misma que la de antes, sólo 
que con un nuevo disfraz. Es un error, pues, sostener que el retorno de los ex 
comunistas al poder muestra hasta qué punto la gente, decepcionada por el 
capitalismo, añora la vieja seguridad socialista; en una suerte de “negación de 
la negación” hegeliana, el socialismo aparece efectivamente negado sólo cuando 
los ex comunistas vuelven al poder; esto es, lo que los analistas políticos 
perciben (equivocados) como “decepción” ante el capitalismo es en realidad 
decepción ante el entusiasmo ético-político para el cual no hay lugar en el 
capitalismo “normal”. De modo que habría que reafirmar la vieja crítica marxista 
de la reificación: hoy, poner el énfasis en la despolitizada lógica economica 
“objetiva” contra las formas supuestamente “fechadas” de las pasiones 
ideológicas es la forma ideológica predominante, dado que la ideología siempre 
es autorreferencial, esto es, se define a sí misma gracias a la distancia que la 
separa de un Otro rechazado y denunciado como “ideológico”. Por esa razón 
precisa —porque la economía despolitizada es la “fantasía fundamental”, no 
reconocida como tal, de la política posmoderna—, un acto verdaderamente político 
implicaría necesariamente la repolitización de la economía: en el contexto de 
una situación dada, un gesto cuenta como acto sólo en la medida en que perturba 
(“atraviesa”) su fantasía fundamental.
Así, a medida que la izquierda 
moderada, de Blair a Clinton, acepta plenamente esa despolitización, asistimos a 
una extraña inversión de roles: la única fuerza política seria que sigue 
poniendo en cuestión las reglas irrestrictas del mercado es la extrema derecha 
populista (Buchanan en EE.UU., Le Pen en Francia). Cuando Wall Street reaccionó 
negativamente ante una caída de la tasa de desempleo, Buchanan fue el único que 
señaló la obviedad de que lo que es bueno para el Capital obviamente no es bueno 
para la mayoría de la población. Contra la vieja creencia de que la extrema 
derecha dice abiertamente lo que la derecha moderada piensa en secreto pero no 
se atreve a decir públicamente (afirmar abiertamente el racismo, la necesidad de 
una autoridad fuerte y la hegemonía cultural de los valores occidentales, etc.), 
nos enfrentamos ahora con una situación en la que la extrema derecha dice 
abiertamente lo que la izquierda moderada piensa en secreto pero no se atreve a 
decir en público (la necesidad de frenar la libertad del Capital).
Tampoco 
habría que olvidar que las milicias derechistas remanentes suelen parecerse 
mucho a una versión caricaturesca de los resquebrajados grupos de militantes de 
extrema izquierda de los años ’60; en ambos casos se trata de una lógica radical 
antiinstitucional: el enemigo último es el aparato represivo de Estado (el FBI, 
el ejército, el sistema judicial) que amenaza la supervivencia misma del grupo, 
y el grupo se organiza como un cuerpo fuertemente disciplinado para poder hacer 
frente a la presión. El contrapunto exacto de esto es un izquierdista como 
Pierre Bourdieu, que defiende la idea de una Europa unificada como un “Estado 
social” fuerte, capaz de garantizar un mínimo de bienestar y de derechos 
sociales contra el ataque violento de la globalización: es difícil evitar la 
ironía ante un izquierdista radical que levanta barreras contra el poder 
corrosivo global del Capital, tan fervorosamente celebrado por Marx. Así, una 
vez más, es como si los roles se hubieran invertido. Los izquierdistas apoyan un 
Estado fuerte como la última garantía de las libertades civiles y sociales 
contra el Capital, mientras que los derechistas demonizan al Estado y a sus 
aparatos como si fueran la última máquina terrorista. 
IV
Hay que reconocer, 
por supuesto, el impacto tremendamente liberador de la politización posmoderna 
de terrenos hasta entonces considerados apolíticos (feminismo, políticas gay y 
lesbiana, ecología, problemas de minorías étnicas y otras): el hecho de que esos 
problemas no sólo hayan sido percibidos como intrínsecamente políticos sino que 
hayan dado a luz a nuevas formas de subjetivación política rediseñó todo nuestro 
paisaje político y cultural. De modo que no se trata de dejar de lado ese 
tremendo progreso para reinstaurar alguna versión del así llamado esencialismo 
económico: el asunto es que la despolitización de la economía genera el 
populismo de la Nueva Derecha, con su ideología de la Moral de la Mayoría, que 
hoy es el principal obstáculo para la satisfacción de las numerosas demandas 
(feministas, ecológicas...) en las que se centran las formas posmodernas de 
subjetivación política. En suma, predico un “retorno a la primacía de la 
economía” no en detrimento de los problemas planteados por las formas 
posmodernas de politización, sino precisamente para crear las condiciones de la 
más efectiva satisfacción de las demandas feministas, ecológicas, etc. 
Un 
indicador extra de la necesidad de algún tipo de politización de la economía es 
la perspectiva abiertamente “irracional” de concentración casi monopólica del 
poder en manos de un solo individuo o corporación, como es el caso de Rupert 
Murdoch o de Bill Gates. Si la próxima década produce la unificación de los 
múltiples medios de comunicación en un solo aparato que combine las 
características de una computadora interactiva, un televisor, un equipo de video 
y de audio, y si Microsoft realmente consigue convertirse en el dueño casi 
monopólico de ese nuevo medio universal, controlando no sólo el lenguaje que se 
emplee en él sino también las condiciones de su aplicación, entonces es obvio 
que nos enfrentaremos con una situación absurda en la que un solo agente, libre 
de todo control público, dominará la estructura comunicacional básica de 
nuestras vidas y será, por lo tanto, más poderoso que cualquier gobierno. Lo que 
da pie para más de una intriga paranoica. Dado que el lenguaje digital que todos 
usaremos habrá sido hecho por hombres y construido por programadores, ¿no es 
posible imaginar a la corporación que lo posea instalando en él un ingrediente 
de programación secreto que le permita controlarnos, o un virus que ella misma 
podrá detonar, interrumpiendo nuestra posibilidad de comunicación? Cuando las 
corporaciones de biogenética afirman su propiedad sobre nuestros genes 
patentándolos, lo que también hacen es plantear la paradoja de que son dueñas de 
las partes más íntimas de nuestro cuerpo, de modo que todos, sin ser conscientes 
de ello, ya somos propiedad de una corporación.
La perspectiva que 
vislumbramos es que tanto la red comunicacional que usamos como el lenguaje 
genético del que estamos hechos serán propiedad de y controlados por 
corporaciones (o por una corporación) libres del control público. Una vez más, 
el absurdo de esa posibilidad —el control privado de la base propiamente pública 
de nuestra comunicación y reproducción, de la red misma de nuestro ser social— 
¿no impone por sí solo la socialización como única solución? En otras palabras, 
¿no es el impacto de la así llamada revolución de la información en el 
capitalismo la ilustración última de la vieja tesis marxista de que “en cierto 
estadio de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad 
entran en conflicto con las relaciones de producción existentes, o —según una 
expresión legal de la misma idea— con las relaciones de propiedad en las que 
hasta entonces funcionaron”? ¿Acaso los dos fenómenos mencionados (las 
imprevisibles consecuencias globales de decisiones tomadas por compañías 
privadas; el evidente absurdo de “ser propietario” del genoma de una persona o 
de los medios que los individuos usan para la comunicación), a los que hay que 
sumar al menos el antagonismo implícito en la idea de “ser propietario” del 
conocimiento científico (dado que el conocimiento es por naturaleza neutral a su 
propagación, esto es: no lo gastan la dispersión ni el uso universal), no son 
suficientes para explicar por qué el capitalismo actual debe recurrir a 
estrategias cada vez más absurdas para mantener la economía de la escasez en la 
esfera de la información, y por lo tanto para contener, en el marco de la 
propiedad privada y las relaciones de mercado, el demonio que él mismo liberó 
(inventando, por ejemplo, nuevos modos de prevenir el copiado libre de 
información digitalizada)? En pocas palabras, la perspectiva de la “aldea 
global” de la información, ¿no marca acaso el fin de las relaciones de mercado 
(que por definición están basadas en la lógica de la escasez), al menos en la 
esfera de la información digitalizada? 
V